Más allá del desafecto que desde hace ya algunos años sienten y
manifiestan los españoles hacia su clase política, -y que algunos de
estos responsables políticos han estimulado con soltura proverbial y
con una suficiencia al por mayor de total descaro; y, pese a ponerse en
superficie la acción canallesca de una granujería desvergonzada
de politiquillos de todo signo y condición que no se amilana ante nada
ni nadie por sus corrupciones, apropiaciones indebidas, prevaricaciones
y más figuras delictivas- creo que nunca se ha dado un impulso tan
irresistible de contestación a un gobierno como el presidido por
Mariano Rajoy.
Quizás sí. Habría que citar, entonces, los sucesos del 11M. Un
gobierno, también del Partido Popular, causó la hasta entonces mayor
rebelión pacífica y multitudinaria de ciudadanos que se sintieron
engañados. En la calle, miles de personas cargadas de reproches
afrentaban al gobierno de Aznar requiriéndole, demandándole una verdad
que minuto a minuto los medios de comunicación, nacionales e
internacionales, iban desgranando pese a las declaraciones del ministro
del Interior, Acebes, cuya cara demudada expresaba lo contrario de lo
que pensaba. Nacía en nuestro país, no olvidemos, la iniciativa de
llamamientos a concentraciones y manifestaciones por mensajes de los
teléfonos portátiles.
En las calles y plazas de todos los pueblos y ciudades de España se
levantaron voces unánimes de absoluta y determinante condena al
atentado y de total reprobación al gobierno por su censurable actitud.
Todavía hoy, en relación con aquel brutal y sanguinario atentado,
algunos siguen buscando la otra “verdad”, la razón que exculpe a los
propios e intentar la imputación de los contrarios.
Un acto de gobierno que pretendió tergiversar los hechos de aquel
fatídico 11M. Un acto ignominioso que muchos españoles no perdonó. Ahí
quedarán los rostros y nombres de los responsables de aquello para
siempre. El Partido Popular pagó su precio políticamente perdiendo el
gobierno de la Nación, si bien sus fieles electores pasaron por alto
aquella tragedia nacional y votaron siglas e intereses, legítimos si se
quiere. Millones de votos fueron al “pan, pan y al vino, vino” que
diría después su líder. Hay votos que huelen a defensa de posición, a
estatus, diríamos.
Resulta cuando menos significativo que la derecha española
–básicamente, sin entrar en más profundidades- salió del gobierno por
intentar ocultar la verdad del mayor atentado terrorista sufrido en
España, y en 2011 ocupó un espacio de poder como nunca antes lo tuvo, y
a la que se le reprocha –con razón- un ocultismo que nos hace
cuestionarnos su legitimidad en su nuevo ejercicio de poder. No
precisamente por su elección, con un número de votos incontestable y
que se tradujo en una holgada mayoría absoluta y que daba vía expedita
y manos libres a la acción del nuevo gobierno; pero sí, en cambio, por
aplicación –mejor sería decir implantación- de medidas que nunca antes
fueron anunciadas en campaña ni aparecían en su programa electoral.
Decir ahora que se adoptan medidas porque no se sabía con detalle la
cruda realidad es querer tomar el pelo a todos. Se dice, también, que
estas medidas vienen impuestas por otros organismos, hecho que lejos de
justificar la acción del gobierno del PP más bien actúa en su contra en
tanto que los ciudadanos confiamos en un grado de independencia tal de
nuestras instituciones que nos garantice que encaminan sus esfuerzos y
desvelos en la defensa del interés general por encima de toda presión
de dudosa categoría, venga de donde venga.
Pues eso. Hoy se da una de las mayores fracturas de confianza entre la
sociedad española y su gobierno. Un gobierno, de nuevo, del Partido
Popular.
Me atrevo a repetir -ya califiqué los recortes anunciados el 11 de
julio en el Congreso de los Diputados por Rajoy de fraude
electoral- que estamos ante una situación absolutamente anómala en lo
que se refiere a la legitimidad del actual gobierno.
Por muy duro que sea afirmar que el Partido Popular salió del gobierno
en 2004 por sus mentiras, y que en 2011 está en el poder por ocultación
de sus verdaderas intenciones y con un plan ideológico que no inspiraba
su programa electoral es, está claro, decir mucho y mucho de verdad. Su
inspiración ideológica, no cabe la menor duda, es profundamente
neoliberal. Génova bebe de fuentes de la Escuela de Chicago, y se rinde
ante el monetarismo económico. Es demasiado cruda la verdad como para
que no vaya disfrazada.
Si el sr. Gallardón, ministro de Justicia, muy dado a las citas de
grandes personajes en su provecho, aunque sea descontextualizándolas,
se atreve a apelar a Añaza, no seré yo quien rehúse acudir al político
español de la paz, la piedad y el perdón en demanda de ayuda.
Un inciso. Podría el ministro de Justicia hacer gala de su “cartera”, y
con su influencia positiva interceder –si es que no se ha remediado ya-
ante la presidencia del Congreso de los Diputados para que el busto del
político español más preclaro del siglo XX ocupe un lugar preeminente
en el espacio donde se da cita la soberanía nacional. Digamos que favor
por favor; por derecho a licencia, vamos.
Manuel Azaña en su intervención de la sesión de Cortes de 13 de octubre
de 1931 se refería a las realidades vitales de España. Su intervención
se debía al debate del artículo 26 de la Constitución republicana, el
llamado asunto religioso. Salvando la distancia y el tenor, conviene
recurrir a ese concepto para intentar argumentar algunas cosas.
Entendamos por realidad vital el conjunto de circunstancias que por
diversas causas vive un país para lo que aquí nos conviene. Vamos a
circunscribirnos sólo a este aspecto, sin desvirtuar la idea ni
restarle su vigor. La realidad vital es un concepto más amplio y con
vertientes muy diversas.
Defiende Azaña que la realidad vital, mejor las realidades vitales, por
ser múltiples, son antes que la ciencia, que la legislación y que el
gobierno.
Esa realidad vital de la sociedad ha de tenerse en cuenta por los
gobiernos para enmarcar sus acciones políticas que se traducirán en
normas y leyes de obligado cumplimiento. Es lo que se dice: para que no
se legisle en contra del sentir del pueblo ni de espaldas a él.
El buen gobierno no se da a la proposición –incluyamos los dos poderes,
el ejecutivo y legislativo, reservando al judicial un papel difícil en
la conclusión de esta pretendida argumentación- de iniciativas
legislativas a impulsos de necesidades perentorias y por espontaneidad.
Ejemplos hay para corroborar esto, no lo haremos por obvio.
La respuesta aunque temprana a una necesidad puede causar daños
irreparables y sus consecuencias, impredecibles.
Resulta innegable que la situación de España es altamente preocupante.
Un índice de paro insultante, una economía en receso, el sector
financiero en caída libre pero rescatado “in extremis” y un clima
social de absoluta desconfianza ante todo y por todo.
La oposición ejercida por el Partido Popular no paraba en barras con
tal de hundir al gobierno de Zapatero aun sabiendo que semejante
política causaba un daño innegable a la imagen de España necesitada
como nunca de credibilidad. El Partido Popular no reparaba en nada ni
se escuchaba voz autorizada en su seno que invitara al comedimiento. Se
hizo mucho daño, y ese daño fue originado por políticos del Partido
Popular bien capacitados, eficaces y eficientes, sobradamente solventes
para esa tarea. Se nos vienen los recuerdos bien ciertos desde una
memoria reciente y conmovida.
El Partido Popular mantuvo un programa político oculto, está haciendo
justamente lo contrario que prometió. Adopta medidas que más parecen
perseguir la eliminación de cuajo de derechos solidamente asentados y
convenidos social y políticamente. En los cimientos del edificio
del bienestar se depositan cargas para su demolición, justamente eso es
lo que percibe.
El gabinete de Rajoy propone e impulsa medidas que obedientemente su
grupo político en las Cortes suscribe, incluso jaleando a su jefe por
tan extraordinarios y “certeros” recortes, con algún que otro dicterio
que anima aún más al ambiente de jolgorio de los diputados derechistas.
El efecto en la población, en el común, en la gente de la calle es
demoledor. Al descontento inicial por el rumbo que iba tomando el
gobierno, la deriva por el nuevo anuncio no es desde luego
tranquilizadora, de modo que llovía sobre mojado.
¿Qué ha sucedido entonces? ¿Cuál es hoy la realidad vital de nuestra
sociedad? Pues que nuestra sociedad está conmocionada y que existe un
clima social de absoluto antagonismo hacia el gobierno del Partido
Popular por las políticas antisociales que está promoviendo.
Los ciudadanos saben que el libro de reclamaciones ante las medidas
neoliberales del Partido Popular se encuentra en la calle. No queda
otra alternativa. Los movimientos convulsivos aparecen en
concentraciones y manifestaciones
Crece en tanto la conciencia de fraude electoral. ¿Hasta que punto una
sociedad bien informada y con criterio propio puede someterse a los
dictados de un poder político que le ha engañado a sabiendas, que le ha
ocultado sus verdaderas intenciones, que ha variado sustancialmente su
programa político por acciones, por tanto, contrarias a lo prometido?
¿Es suficiente alegar en favor del cambio de criterio del ejecutivo la
falta de información sobre la situación real del país? ¿Podría,
proponerse, al hilo de ese cambio sustantivo, el someter a consulta de
los ciudadanos las nuevas directrices gubernamentales? ¿Acaso, dado el
giro tan extraordinario, no convendría una llamada a las urnas con una
campaña electoral donde los partidos y coaliciones explicaran de manera
real y sincera la situación de España, las alternativas de
acciones que se proponen y las consecuencias de optar por unas u
otras? Seguro que ya ha brotado en el pensamiento de algunos el
calificativo “destrozalotodo” de “ingenuo” que actúa como un bebedizo
paralizante envuelto en mansas reflexiones de responsabilidad y sentido
común.
Empeñado está el gobierno en seguir en sus trece, con que no se generan
muchas perspectivas de rectificación que calme el estado de febril
ansiedad de una inmensa mayoría de ciudadanos condenados a resignarse y
retroceder en su calidad de vida decenas de años.
La manifestación popular de rechazo se evidencia día a día. Con mayor
frecuencia se dan casos de violencia ante la cerrazón del gobierno, que
no mueve ningún músculo salvo los del cuerpo policial. Es verdad que
vivimos en un Estado democrático, que garantiza libertades y derechos,
que permite huelgas y manifestaciones. Pero las fuerzas son bien
distintas de cada parte.
Si la sociedad entra en deriva de confrontación total, seguro que habrá
–ya se han dado, claro- acciones que sobrepasen las leyes de policía y
de seguridad, incluso que pueden atentar contra principios recogidos en
nuestra Constitución. ¿Hasta dónde se puede llegar? ¿Qué papel jugará
el poder judicial ante hechos que serán denunciados por conculcar tales
y tales artículos de tales y tales preceptos? ¿Cómo podrá, entonces,
zafarse una sociedad que ha sido víctima de un fraude electoral?
No puede un gobierno, no está legitimado, para proponer y adoptar
medidas contrarias a la conciencia política de sus ciudadanos, no puede
ignorar ni atropellar las bases de su realidad vital.
Frente a la ceguera del gobierno conviene contraponer la tea del
conocimiento de la conciencia política ciudadana que alumbra, sin
violencia, el camino del interés general.
Hay políticas alternativas. Las hay. Y tenemos la responsabilidad de
exponerlas y defenderlas tanto como explicar claramente las
consecuencias por su aplicación. Nuestra realidad vital ha de imponerse
por la fuerza de la razón.
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