La obsesión por
las cifras
El franquismo siempre tuvo claro que
el debate sobre la represión nunca debía de salir del ámbito numérico.
Su
objetivo siempre fue minimizar la represión propia y magnificar la
ajena. En
este sentido el propio Franco, en plena guerra, llegó a decir
públicamente barbaridades
tales como que los rojos habían
acabado con la vida de 470.000 personas. No sabemos qué cara puso
cuando poco
después el Ministerio de Justicia, basándose en ese gran proceso
abierto a la
República que se llamó Causa General, rebajó la cifra a 85.940. Por su
parte
estudiosos extranjeros como Hugh Thomas o Gabriel Jackson aportaron, ya
en los
años sesenta, otras cifras aproximadas que permitieron un acercamiento
más real
al problema. Lo que pasaba es que estos libros, en general publicados
en París
por Ruedo Ibérico, estaban prohibidos en España. La dictadura previó
con razón lo
que ocurriría con su fin: su gran secreto, la matanza fundacional, se
abriría
inevitablemente a la investigación y se perdería el control sobre una
cuestión
tan sensible y clave. Quizás por eso poco después de morir el dictador
vio la
luz una obra titulada Pérdidas de guerra,
del general Ramón Salas Larrazábal. Este bajaba un poco más la cifra de
las
víctimas causadas por los rojos,
72.337, pero por primera vez admitía que los franquistas habían acabado
con la
vida de 57.808 personas. Se trataba de que lo fundamental de la leyenda
permaneciera, aunque ya un poco adaptada al que sería el mensaje de la
transición: todos fueron iguales, pero
los peores los rojos. Por el mismo tiempo en que el general
publicaba este
libro, en 1977, daba comienzo un proceso de investigación, que aún hoy
dura y
que ha dado la vuelta a toda la propaganda que venía de la dictadura.
La gran diferencia con lo anterior
es que a partir de la transición el debate no
tomó por base las cifras sino los nombres y apellidos de las
víctimas.
La primera fuente fueron los Libros de Defunciones de los Registros
Civiles. En
las zonas de España en las que, por ser ocupadas a partir de los
primeros meses
de 1937, la represión se canalizó por los consejos de guerra esta
documentación
resultaba primordial, ya que el último requisito en casos de pena de
muerte era
el envío de un oficio al Juzgado comunicando el hecho. Sin embargo en
los
territorios donde triunfó el golpe en poco tiempo y se funcionó a base
de los
ilegales bandos de guerra no se comunicó nada a juzgado alguno, sino
que,
pasada la etapa más dura de la represión y dados los múltiples
problemas
burocráticos que la situación había creado, se abrió una puerta falsa
(el
decreto 67 de 10 de noviembre de 1936) para que los familiares, tras
superar un
montón de requisitos, pudieran inscribir a sus muertos. La casuística
es muy
amplia. Hubo pueblos donde alguna autoridad ordenó la inscripción en
bloque de
todas o la mayor parte de las personas asesinadas (lo que no siempre se
comunicó a los familiares)
y hubo otros, la mayoría, entre los que podía citarse Villafranca, en
que el
proceso de inscripción se prolongó durante décadas sin llegar nunca a
completarse.
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